Espinas introductorias

by Jose_Quintero

Hace ya un par de décadas, en una reunión en casa de Ricardo Peláez en la que delineamos entre trago y trago el mítico proyecto que a la postre desembocaría en el mítico Taller del Perro (laboratorio mítico de creación y difusión de historieta mexicana), ocurrió la mítica situación que a continuación voy a narrar.

Entre la fauna que se dio (nos dimos) cita en aquellas coordenadas del sur de la Ciudad de México se encontraba un joven y prestigiado intelectual del cómic que ya entonces gozaba del aura académica de “autoridad en la materia”. Yo había leído con cierta desgana uno o dos de sus textos (publicados lo mismo en las páginas de El Gallito Inglés que en el suplemento Histerietas de La Jornada) y me parecieron absolutamente insulsos, pero esa era (pensaba entonces y lo pienso ahora) una valoración subjetiva que no demeritaba la obra del insípido, hábil y conspicuo pensador emergente. Ya en las más altas horas de la noche tertuliana y con varios tragos encima lo reté con actitud pendenciera:

—A ver, si de verdad te las das de crítico dime algo de mí que no sepa… 

El intelectual en cuestión quedó pasmado ante mi delirante reto y, meneando la cabeza teatralmente para enfatizar su pasmo dijo, sonriendo burlonamente: 

—¿Cómo me pides eso? ¿Qué esperas que te diga?

Y mi pregunta impertinente se perdió para siempre entre el alcohol, la noche bulliciosa y la charla inagotable de aquella malograda generación de historietistas y gorrones que le acompañan.

En días recientes volvió a mi memoria la anécdota que acabo de narrar, pero esta vez iluminada por la luz sepia que conforma mi realidad quincuagenaria. 

El pensamiento crítico es, entre otras muchas cosas, la herramienta que permite visibilizar aquello que permanece invisible para los ojos. El pensamiento crítico desvela lo que resulta inaccesible para el entendimiento ordinario, señala generosamente los matices, bieses y costuras de la compleja realidad, favoreciendo y estimulando su comprensión.

Cuando pedí al intelectual de marras que me mostrara lo que desconozco de mí (de mi obra, se sobre entiende) más bien clamaba por su ayuda para bien comprender aquello que, estando frente a mí de forma cotidiana, permanecía opaco e inescrutable. Quería que me señalara aquello que resistía y negaba mis más vistosas gambetas intelectuales.

La semana pasada tuve el privilegio de leer en calidad de primicia un breve ensayo que mi camarada y amigo Conrado Parraguirre escribió a raíz de la cuarta edición de Flor de Adrenalina. Su pensamiento escrito me reveló aspectos hasta entonces desconocidos acerca del lenguaje ilustropoético y de mi propia labor creativa. Fue entonces (me parece, me suena, me cuachalanga) que vino a mi mente la anécdota que recién rememoré. Como no queriendo la cosa el ciudadano Parraguirre desveló aspectos desconocidos de mi opus micus y me ayudó de esa manera a comprender mejor la naturaleza simple y compleja a la vez (dialéctico que es uno) de mi faz creativa.

Comparto con sus excelentísimas mercedes esta celebrada reflexión y brindo nuevamente (así sea con un tequila de gama baja) por mí y por todos mis amigos, amiguis y amiges. 

Dice el inmortal Napoleón (no el militar francés sino el cantautor mexicano) que “si has de tener una rosa, tienes que mirar la espina”. Yo, pesimista orgánico y recalcitrante, afirmo lo contrario, que no es lo mismo pero tampoco es igual: Si has de revolcarte entre espinas procura mirar de vez en cuando (sin abusar, relativizando y siempre con moderación) la frágil y delicada cachondez de la rosa.                  

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